A principios del año 1989, en nuestro viaje de Cuba hacia la Argentina, pasamos por Perú. Allí tuvimos la oportunidad de conocer al hermano Bruno Frígoli y a su esposa Frances, misioneros en ese país. Linda fue la amistad que fomentamos en ese tiempo corto de brusca transición para nosotros: un tiempo en el que ellos, en una forma paciente, longánime y comprensiva, supieron absorber el escape de toda la compresión anímica y sicológica reprimida de una familia de siete personas recién salidas de su propio país. Estos cuatro días en Perú me hicieron reflexionar mucho en relación a la familia cristiana, a la Iglesia. Gente como nosotros, procedentes de diferente país, diferente cultura, ahora en un país extraño, fuimos recibidas, atendidas, servidas y cuidadas por personas desconocidas hasta ese momento. El cuidado proporcionado fue tal que se convirtió en el sedante, la medicina restauradora y reanimadora que nos permitió entrar a la Argentina más relajados y tranquilos.
Pienso y creo que no hay institución más hermosa y sublime sobre la tierra que la Iglesia, la familia de Dios. Una familia diseminada por todo el mundo que le da carácter universal a la Iglesia; una familia localizada en diferentes partes del planeta que le da a esa misma Iglesia su carácter territorial y local; una familia compuesta por personas que en lo individual son representativas de ese gran conglomerado llamado Iglesia, Cuerpo de Cristo, y que se reconoce como tal, cruzando por encima de todas las barreras y todos los prejuicios nacionales, raciales, culturales y sociales.
Justo en esos días, el hermano Frígoli me entregó un estudio personal sobre el tema de la unidad de la Iglesia. Luego, estando ya en Argentina, el pastor Luis López, edirector de “Vida Abundante”, la entonces publicación vocero de la Unión de las Asambleas de Dios, me pidió que escribiera una serie de artículos para esa publicación. Ambos hechos me motivaron y animaron para estudiar y escribir sobre este tema. Al principio fueron solo unos apuntes que compartí, pero todo no quedó ahí. Dios me hizo entender tanta cosas que no me quedó otra alternativa que hacer algo formal y de mayor alcance.
Una de las cuestiones que aprendí fue que la Unidad de la Iglesia es una doctrina cardinal enseñada ampliamente en la Biblia. Aprendí que ella es imprescindible para entender la naturaleza interna de la Iglesia, para comprender nuestra relación con ella, y para poder presentar a la Iglesia ante el mundo como un cuerpo bien desarrollado, maduro, capaz de ser el instrumento idóneo en las manos de Dios en el Plan Eterno de Salvación de la Humanidad. Aprendí que, sin un concepto íntegro de este aspecto que tiene que ver con la formación cualitativa y sustancial de la Iglesia, nos sentimos perdidos y sin objetivos dentro del Cuerpo, y que sin este concepto bien asimilado por nuestros corazones, la Iglesia quedaría reducida a un mero conglomerado de personas sin poder efectivo en su medio.
Cuando consideramos la magnitud y la trascendencia de esta enseñanza, cincelada por el Espíritu de Dios en Su Palabra, tenemos que reconocer que la misma es compleja. Como humano, quizás no sea capaz de desentrañar todo lo que esto implica y exige, pero como hijo de Dios tengo una triple responsabilidad: primero: auxiliado con la luz que el Espíritu de Dios nos da, debo “inquirir en Su Palabra” , “cavar y ahondar” hasta descubrir, aunque sea algo, de lo que esta verdad encierra; segundo: con la ayuda que el mismo Espíritu nos da, poder transmitir, comunicar esa verdad para ayuda y edificación del Cuerpo y tercero, con la gracia del mismo Espíritu Santo, corresponder consecuentemente a esta verdad de tal forma que mi propia vida dé testimonio de que esa verdad está formada en mí.
Podemos declarar que la Unidad de la Iglesia, como doctrina, es una de las verdades más difíciles de asimilar. Nuestra naturaleza humana se rebela contra ella, pues choca contra nuestro egoísmo, contra nuestra posición exclusiva, contra conceptos preconcebidos por el prejuicio y la ignorancia. Es difícil de asimilar, porque el Espíritu Santo, promotor de la unidad, exige una actitud humilde, un corazón abierto, un sentimiento de amor cristiano y la renuncia a los prejuicios que, cual muros, han estado separándonos a través de los años tratando de seccionar su Cuerpo.
Tenemos muchas excusas para evadir nuestra responsabilidad: apelamos a la gran multitud de organizaciones cristianas, al fracaso de algunos líderes, a la incompatibilidad con movimientos que tienden a amalgamar “todo” sin detenerse a considerar la naturaleza de los elementos que utilizan para hacerlos parte de la Iglesia. Algunos se sienten inmersos en un mar de recelos que les impiden valorar las bendiciones de ver hecha realidad esta verdad revelada. Algunos se sienten tan temerosos de lanzarse a esta aventura, que se ven impedidos de experimentar en sus vidas la bendición que hay en la participación de la “comunión de los santos”. Pasan por alto que, a pesar del hombre con sus errores y a pesar de ellos mismos con todos sus prejuicios, el deseo de Dios para Su pueblo en este tiempo es fomentar y mantener un espíritu de UNIDAD, que refleje lo que Él es. Jesús, en su oración intercesora registrada en el capítulo 17 de Juan oró de la siguiente forma:
“No te ruego solo por estos. Ruego también por los que han de creer en mí por el mensaje de ellos, para que todos sean uno. Padre, así como tu estás en mí, y yo en ti, permite que ellos también que ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado Yo les he dado la gloria que mediste, para que sean uno, así como nosotros somos uno: Yo en ellos y tú en mí. Permite que alcancen la perfección en la unidad, y así el mundo reconozca que tú me enviaste y que los has amado a ellos tal y como me has amado a mi” . (Juan 17:20-23). (Nueva Versión Internacional.).
Ahora bien, es necesario entender que cuando hablamos de unidad de la Iglesia, no nos referimos al concepto, - en el cual persisten todavía algunos círculos - que confunden el término unidad con unificación. Una cosa es la unidad de la Iglesia y otra es la unificación de las iglesias. La unidad de la Iglesia es una doctrina bíblica enseñada claramente por Cristo y por sus apóstoles; la unificación de las iglesias es un producto del esfuerzo humano para lograr lo que sólo el Espíritu Santo es capaz de hacer.
La unidad de la Iglesia está inspirada y promovida por el Espíritu Santo; la unificación de las iglesias es una enseñanza alentada y promocionada por el hombre aunque le alienten buenas intenciones. En la unidad de la Iglesia, se establece a Cristo como la única Cabeza directriz que lleva a cabo su obra a través de un Cuerpo “concertado y unido entre sí”, por la cohesión que produce el Espíritu de Dios y el amor que la sensibiliza; en la unificación de las iglesias se establece como cabeza directriz a los hombres que llevan a cabo sus propios propósitos, a través de una superestructura eclesiástica con un barniz de cristianismo. La verdadera unidad de la Iglesia desplaza todo material ajeno y todos los cuerpos extraños que tienden a socavar el fundamento y envanecer su solidez; en la unificación de las iglesias la tendencia es amalgamar, mixturar, sincretizar, dar participación a todo cuanto huela a religioso, sea lo que sea, venga de donde venga, relajando y degradando así la imagen de Cristo al que confunden con cualquier otro “cristo”. La unidad de la Iglesia es inspirada por un solo Espíritu: el de Dios; la unificación de las iglesias está inspirada por un espíritu: un espíritu meramente humanista. La unidad de la Iglesia está fundamentada sobre una sola, sólida y consistente enseñanza: la cristiana; la unificación de las Iglesias está basada sobre una amalgama de filosofías que convergen todas en un humanismo ya religioso, ya irreligioso o ateo. Para sustentar la doctrina de la unidad de la Iglesia no es necesario “hacer una nueva teología para estos tiempos”, porque la unidad de la Iglesia está sustentada sobre una Teología bien proyectada, definida y hecha hace casi dos mil años atrás; una Teología que ha mantenido inalterable esta verdad a través de la historia hasta nuestros días. En fin, mientras que la unificación de las iglesias es, en su esencia, antropocéntrica, la unidad de la iglesia es de carácter cristocéntrico.
Para poder alcanzar el objetivo divino con la unidad de la Iglesia, lo primero que debemos reconocer es que la enseñanza y la puesta en práctica de esta doctrina han estado en crisis durante centurias, dentro del Cristianismo. El no haberla entendido, el no haberla tenido en cuenta, ha afectado a lo largo de los siglos las relaciones filiales y la “confraternidad cristiana”. En vez de buscarse y reconocerse, los diversos miembros de la familia de Dios se alejaron y crearon alrededor de ellos un muro infranqueable que impidió el disfrute de una de las bendiciones mas grandes legadas por la Iglesia primitiva: “la comunión de los santos”. Pero también hemos de reconocer que el Espíritu de Dios ha estado trabajando dentro de su pueblo, - y ahora más que nunca - para que Jesucristo pueda encontrar un pueblo unido, que unido pueda recibirle y adorarle por toda la eternidad.
¿Quién ha tenido la culpa? La ignorancia: ignorancia de la verdadera naturaleza y propósito de la unidad. Hemos creído que la unidad es la renuncia a nuestra identidad denominacional para aceptar un nuevo método de organización, bajo nuevos parámetros y bajo otra autoridad. La unidad trasciende estas cuestiones de carácter humano. A Dios, más que la fusión organizacional institucional, lo que le interesa es la fusión de los corazones de sus hijos; más que la pérdida de la identidad con una organización cristiana determinada, lo que le interesa es la identidad de cada denominación cristiana con Él; porque solo identificados con Él y unidos nuestros corazones en el amor de Cristo, habrá un objetivo unánime: dar a conocer a este mundo que el reino de Dios se ha acercado a ellos por medio de un pueblo representativo cuyo nombre predominante es CRISTIANO, por medio de una Iglesia a la cual Él no le puso nombre, sino a la cual llama solamente “mi Iglesia” (Mat. 16:18) y ante la cual “las puertas del infierno no habrían de prevalecer”.
La verdadera unidad de la Iglesia es una unidad de carácter espiritual. La Biblia le llama “la unidad del Espíritu” (Efe. 4:3), enseñándonos que su fuente de promoción no es humana, aunque a través del humano se manifieste y se haga una realidad. La verdadera unidad no busca hombres perfectos para lograr una unidad perfecta; la unidad del espíritu es perfecta en sí misma aunque trabaje con hombres imperfectos pero que están en proceso de perfección y que en obediencia se proyectan hacia la unidad.
Justamente esta es la idea que aparece en Juan 17:22,23. La RV 1960 traduce:
“La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tu en mi, para que sean perfectos en unidad,..”.
La Biblia de Jerusalén traduce:
“Yo les he dado la gloria que me diste, para que sena uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mi para que sean perfectamente uno...”
La versión Dios Llega al Hombre lo plantea así:
“Yo en ellos y tú en mí, para que lleguen a ser perfectamente uno”.
La misma idea, aunque redactada con ciertas variantes sintácticas, Lacueva, en el Interlineal Griego - Español del Nuevo Testamento, vierte:
“... yo en ellos y tú en mí, para que sean perfeccionados (completamente) hacia una misma cosa”.
Y la Nueva Versión Internacional traduce:
“Para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tu en mi. Permite que alcancen la perfección en la unidad”
Se hace sumamente difícil traducir la idea sustancial exacta, puesto que en castellano no existe una forma verbal que pueda traducir con precisión el concepto revelado por Cristo en sus palabras. Esto se debe a que estas tienen una profundidad espiritual no percibida por la razón humana. Sin embargo, esta unidad tiene características peculiares que analizaremos a la luz de la Biblia, para que, con la ayuda del Espíritu de Dios podamos comprenderla y alcanzarla.
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